lunes, 7 de noviembre de 2011

La belleza, como el dolor, hace sufrir

La ciudad brillaba esa noche con un resplandor propio. Potentes llamaradas de fuego habían desatado el infierno desde el corazón de Londres y los atronadores gritos infantiles, junto con el crepitar de las chispas ígneas flotaban en el aire viciado como las cenizas que invadían el ambiente.
Milagrosamente, después de días de angustia, desasosiego y desesperanza la guardia de la Torre usó pólvora a modo de cortafuegos, y así se puso fin a la pesadilla que en un principio parecía no tener fin. Miles de casas fueron reducidas a nada. Miles de personas se quedaron sin hogar. Miles de sueños se deshicieron entre las llamas. 
Corría el año 1666.



El doctor Stephen Beastly fue una de las muchas víctimas del gran incendio. Aquella noche su vida se transformó violentamente por placer del destino, y ya nada volvería a ser como antes.
Prácticamente  alejado de la civilización en la antiquísima casa de los Beastly en cuyo laboratorio subterráneo solía pasar tantísimas horas intentando descubrir los secretos mejor guardados de la Química, no supo del incendio hasta que lo sintió en sus propias carnes. Aunque el fuego no alcanzó esa parte de la casa -que él llamaba su santuario- los frascos y probetas que contenían una gran variedad de ácidos y disoluciones se dilataron a causa del efecto del calor y muchos de ellos reventaron liberando su contenido. 

Le quemaba. Sentía cómo cada poro de su rostro ardía hasta que su epidermis se descompuso por completo y cayó carbonizada al suelo. Chilló de forma inhumana hasta que se quedó sin voz, hasta que perdió incluso la consciencia.

***


-Señor Beastly, ¿está despierto?
El eco de la voz masculina pareció llegarle desde un mundo paralelo y lejano, hasta que poco a poco su oído se agudizó. Intentó abrir los ojos, mas sintió una gran sensación de agobio cuando se dio cuenta de que no podía. Su rostro estaba envuelto en vendas blancas e impolutas. 
-Es un placer verle de nuevo consciente, señor Beastly. Comprobemos si la piel se ha regenerado por completo.
La tensión con la que estaban dispuestas las vendas disminuyó paulatinamente a medida que el médico de la familia, el doctor Shellman, las retiraba con sutileza. Cuando quitó el último de los vendajes y el rostro de Stephen quedó al descubierto, el terror afloró a la superficie de sus ojos.
Aunque la piel se había reconstituido, por alguna razón estaba en carne viva y presentaba un aspecto repulsivo.
-Un espejo.-pidió Stephen con impaciencia.
El anciano médico le alcanzó un espejo de mano con dedos temblorosos.
A Stephen se le sobrecogió el corazón. El reflejo de una bestia le devolvía la mirada.
-¿D-dónde está Elisabeth?
-¿Se refiere a su esposa, señor?
-¿A quién si no?
Shellman pareció envejecer otros tantos años.
-Cuando vio que el fuego le había deformado el rostro y había acabado con su piel...ella...se marchó. La misma noche del incendio.
-¿Cuánto hace de eso? -Stephen sentía una opresión en el pecho que le impedía respirar con normalidad.
-Mes y medio, señor.
Transcurrieron unos minutos de pesado e irrompible silencio. Finalmente, Stephen habló con la voz quebrada.
-A partir de ahora, doctor Shellman, si alguien le pregunta estoy muerto.
-Pero yo...
-¡VÁYASE DE AQUÍ! 

El anciano abandonó rápidamente la casa no sin antes preguntarse si lo que había visto en los ojos de aquel hombre unos segundos antes había sido un destello de maldad.

***





Caminaba rápidamente, aunque con cuidado de no tropezar con el largo vestido de encaje negro que llevaba para la ocasión. Sus cabellos, refulgentes y dorados como el sol estaban en esta vez recogidos en un elegante moño al más puro estilo inglés de la época. Sentía que algo estaba fuera de lugar, que estaba corriendo un riesgo innecesario, pero la curiosidad podía con ella. Siempre lo había hecho. Repasó mentalmente la décima carta de su admirador secreto. Se verían por primera vez esa noche en la calle Blackrose, muy cerca del que había sido el lugar en el que se había criado su difunto marido Stephen. La simple idea de estar a unos metros de la casa le producía desazón. No sabía por qué había actuado así, por qué lo había abandonado de aquella manera. 
Aceleró el paso. Debía apresurarse por llegar a su destino si no quería llegar tarde y causar una primera mala impresión. Claro que después de las delicadas cartas que había recibido de aquel hombre...dudaba mucho que se enfadase. Estaba realmente enamorado de ella. Sus escritos casi dejaban entrever una actitud obsesiva. Claro que a la joven Elisabeth le encantaba que le prestasen atención por su indiscutible belleza.
De repente se detuvo. ¿Qué era eso? En principio le había parecido una sombra, pero en lo que verdaderamente se había fijado era en aquel reflejo de luz. Procedía de la casa de los Beastly. Del laboratorio, en concreto. Pero era imposible. Stephen llevaba muerto casi cinco meses...Quizá alguien había comprado la casa. Sí, eso sería. No tenía por qué ser presa de la paranoia pensando en que había visto la figura de Stephen a través de uno de los cristales de la planta inferior.

Llegó al lugar fijado y distinguió a un hombre alto, envuelto en una capa oscura que estaba de espaldas a ella. 
-¿Thomas?
El hombre se dio la vuelta cortésmente. Su rostro permanecía oculto tras una máscara azabache que le cubría toda la cara. Hizo una distinguida reverencia.
-Al fin Dios ha oído mis peticiones y la conozco.-su voz era ronca.-En mi casa podremos conversar más tranquilos, lejos de miradas curiosas.
Elisabeth asintió. Cuál fue su sorpresa al descubrir que la persona que había comprado la casa de Stephen era él. Thomas. 

Estuvieron hablando mucho tiempo, pero él no se quitó la máscara. Le aseguró que era muy tímido y que lo haría en cuanto se sintiese capaz. Le enseñó la mansión de arriba a abajo. El elegante salón adornado con tapices de Oriente, los dormitorios perfectamente ordenados, el amplio comedor…ella no mencionó que ya la conocía. Cuando llegaron a la planta subterránea, el laboratorio que tanto amaba Stephen, los recuerdos impactaron contra su cara.
-Dicen que aquí vivía un científico desgraciado.-comentó Thomas en un tono agrio.
-¿Desgraciado? -se sorprendió ella.
-Así es. Murió solo. Y la soledad es la peor de las desgracias, mi lady. Debió de sentirse tan desesperado y desalentado...yo también hubiese deseado la muerte.
Elisabeth tragó saliva. Respiraba entrecortadamente a medida que un sentimiento de culpa y pesar la embargaba. Sus sentidos se embotaron. En el aire flotaba el olor de una sustancia adormecedora y soporífera...



Cuando la joven despertó notó sus músculos engarrotados. Estaba atada a la mesa del laboratorio con gruesas y tensas cuerdas. La cabeza le daba vueltas.
-¿Thomas? -susurró en un hilo de voz.
Una carcajada nerviosa y escalofriante retumbó en cada rincón de la estancia como respuesta. El hombre, que se acercaba a ella cual león que acecha a su presa se quitó la máscara que cubría su rostro con violencia. Elisabeth chilló y pataleó, aunque no por eso las cuerdas se soltaron.
-No sabes cuánto me has hecho sufrir, Beth...-acarició sus suaves pómulos.-...descubrir que no me amabas, el sentimiento de abandono que me invadió cuando el doctor Shellman me contó que te habías ido...
-N-no estoy orgullosa de aquello, Stephen.-las lágrimas surcaban su rostro.-Estaba tan asustada...
-De mí.-su voz sonó fría y cortante como un cuchillo afilado.-De mi aspecto. Eso sólo lo hace más deplorable.-le escupió.-Pero Dios es justo, y llegó la hora de mi venganza. Te voy a hacer sufrir, Beth. Te voy a desgarrar.-rió otra vez como un maníaco mientras ella sentía la sangre martilleándole en los oídos.-Y volveré a ser hermoso...tal y como tú querías.

Stephen tomó un extraño puñal parecido a una hoz y lo clavó en su piel tersa y nívea. A continuación lo deslizó lentamente mientras la sangre brotaba como un riachuelo de rubíes y los aullidos de dolor de la joven adornaban la escena. La capa de piel se separó de sus fibras musculares. Llegó un momento en el que pareció haberse hecho inmune al dolor, y entonces lloró como nunca antes lo había hecho, pero no de sufrimiento. Lloró por él, que cogía las tiras de piel arrancadas por aquel maléfico instrumento y las colocaba sobre su rostro cosiéndolas toscamente con una aguja para que se quedasen adheridas al compás de su excéntrica y alocada risa.

En los últimos momentos de su vida, en los que esta se extinguía inexorablemente, Elisabeth sintió lástima por aquel monstruo que una vez fue hombre, porque en el remoto caso de que consiguiese finalmente recuperar su rostro bello y delicado de antaño siempre habría una parte de él, mucho más valiosa -ahora lo sabía-, oculta en lo más profundo de su ser, que continuaría siendo imperfecta e infernal, consumida por el odio y el rencor.



Su alma.

Este es el tercer relato que subimos de ejemplo.
Pertenece a la maravillosa Barby. ¡Enhorabuena por tan magnífico One!
¡Muchísima suerte a todos los que participéis!
Por Lady os Sorrows.

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