lunes, 26 de diciembre de 2011

Cruzadas



Era una noche fría, lo que en diciembre no debía extrañar. Se oían pocas voces en los alrededores; la mayoría de los alumnos del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería se habían marchado a casa a pasar las fiestas. Así las cosas, los profesores tenían un periodo de paz y tranquilidad que pocas veces disfrutaban.
Hasta que algo pasaba.
—¡Albus! ¿Quiere hacerme el favor de calmar a estos chicos? Deles un castigo ejemplar, ¡sin falta!
Albus Dumbledore, uno de los magos más grandes de la época, suspiró ante el tono duro y frustrado de su subdirectora. Seguramente aquellos alborotadores le habían colmado la paciencia, así que haría algo al respecto.
Pero tratándose de él, no actuaría de forma muy convencional.
&&&
—¿Los envió a casa? ¿Así de sencillo?
Minerva McGonagall miró al director con severidad. Estaban ambos en el Gran Comedor, esperando a sus colegas para la cena. Era la víspera de Navidad y coincidieron en una de esas raras ocasiones en que nadie aparte de ellos estaba allí. Así, la profesora de Transformaciones había preguntado por el castigo a sus más descarriados alumnos y se halló con que se habían marchado a casa para las fiestas.
—Mi estimada Minerva, no sé para qué los querríamos aquí. ¿Le gustaría despertar mañana y encontrarse con alguna broma en los obsequios o en la comida?
—No, creo que no —reconoció la mujer, haciendo una mueca.
—Precisamente. Pero no crea que fui tan benevolente…
McGonagall se permitió arquear una ceja con incredulidad.
—… Antes de enviarlos a casa, les escribí a sus familias. Quiero pensar que la autoridad paterna será más efectiva que la mía en estas fechas.
—En ciertos casos —razonó McGonagall, tomando asiento en un banco cercano —No es como si todos esos chicos tuvieran familias convencionales. Si lo sabré yo…
Dumbledore sonrió ligeramente y se sentó frente a ella, dándole la espalda a uno de los espléndidos árboles de Navidad que solían instalarse en el Gran Comedor.
—Este tipo de fiestas me provocan nostalgia —comenzó Dumbledore distraídamente, mirando a su alrededor —Me hacen pensar en lo que ha pasado y también imaginarme lo que nos falta por vivir.
—No es que nos falte mucho.
—Cierto. Ya amamos, ya odiamos, ya nos amaron y odiaron…
McGonagall asintió, sin saber a qué quería llegar el director con ese extraño discurso.
—Nos queda poco qué enseñar a los jóvenes. Aunque algunos parezcan no apreciarlo. ¿Va a ser muy dura con esos chicos cuando vuelvan, Minerva?
—Se lo merecen por lo que hicieron. No se preocupe, me moderaré lo suficiente para darles la oportunidad de suplicar.
—Con todo respeto, ¿cree sinceramente que suplicarán?
A McGonagall le tomó solamente dos segundos contestar.
—No todos ellos y no de forma evidente. Pero sí, suplicarán.
—Bien dicho.
Se quedaron en silencio un momento, antes que Dumbledore sacara a colación una anécdota sobre el fallido intento de montar una obra navideña en Hogwarts. A McGonagall le causaba gracia escuchar esa historia, no importaba cuántas veces la oyera, así que dejó que Dumbledore la narrara, aunque fuera por enésima vez.
A esa anécdota siguieron muchas otras, casi todas relacionadas con alumnos memorables ya fuera por su intelecto, por su simpatía ¿y por qué no? Algunos por su torpeza. Tendiendo ambos dos largas vidas con el camino cruzado, dos largas historias en las que todavía no se puede adivinar un epílogo certero, dos grandes magos hablaban de sus vivencias como si el tiempo las hubiese congelado en sus mentes.
Así, cuando el resto de los profesores llegó, los hallaron con una sonrisa y comentando el último desastre causado por los alborotadores en turno. Algunos docentes hicieron muecas al recordar dicho desastre, pero se abstuvieron de hacer comentarios.
Después de todo, era Nochebuena.
&&&
—¿Tuve razón?
Albus Dumbledore recibió a Minerva McGonagall después de la cena del primer día de clases tras las vacaciones de Navidad. Quería conocer sus impresiones respecto al asunto de sus alborotadores en turno. Quizá hasta divertirse un rato con eso.
—Sí, por supuesto —a la subdirectora le costaba mucho reconocer que sus métodos de disciplina no eran tan eficaces como las estrafalarias medidas del director —Todos llegaron con caras largas, alegando que apenas pudieron salir de sus habitaciones en sus casas, ¡y en Navidad! Evidentemente, lo consideraron un crimen.
—Para chicos de doce años, eso era un crimen, Minerva.
—¡Esos muchachos tendrán doce años, pero ya se ve que serán una pesadilla!
—Yo, opino que tienen buenos sentimientos. Quizá maduren con el tiempo, pero mientras tanto, tendremos que estar preparados para cualquier cosa.
A McGonagall no le hizo gracia escuchar eso, pero era mejor asentir ante Dumbledore y retirarse antes que perdiera una discusión con él.
Aún cuando presentía que el anciano tenía toda la razón del mundo.
Sin embargo, la Navidad en el castillo fue tranquila sin esos pequeños granujas. Con todo y que, demostrando que Dumbledore tenía razón (otra vez), le enviaron una tarjeta festiva que decía más o menos así.


“Estimada profesora: Perdónenos por convertir en pompas de jabón todas las esferas de los árboles del Gran Comedor. No fue nuestra intención hacerlo, aunque debe admitir que no olvidará esta Navidad fácilmente. Pásela bien. Atentamente: James y Sirius.”

Definitivamente, esos chiquillos serían uno de sus mejores recuerdos navideños, a pesar de sus diabluras.
Y presentía que Dumbledore pensaba algo similar.

By Tere Bell.

Aquel 25 de diciembre




Nevaba. El frío se sentía por todos los rincones de su ser. Esme abrazaba su vientre intentando entrar en calor. Cayó sentada sobre la alfombra blanca todavía con los brazos entrelazados y se recostó contra un muro. Cada exhalada dejaba una espesa neblina que se elevaba hasta desaparecer.
Se sentía fatal.
Toqueteó su abdomen todavía algo convexo y soltó una lágrima. Escuchaba por la ciudad a los niños riendo con sus padres por la festividad; ella solo quería desaparecer.
Sentía que había perdido todo. Vio toda su vida y planes caerse abajo como un grupo de dominós. Todo resumido a escombros. No se podía imaginar sin su bebé, sin su niño entre sus brazos.
No soportaba la idea de nunca ver a la pequeña criatura, no poder darle mimos. Se sentía vacía, como si algo le faltase.
No podía respirar bien, tenía un nudo en la garganta y una presión en el pecho. Apretaba sus manos en puños mientras lloraba amargamente. Su cuerpo temblaba.
No supo en qué momento pasó. Solo saltó del despeñadero sin mirara atrás, pero no sintió nada. La vida no valía ahora para ella. Su último recuerdo fue un dolor intenso, ardiente recorriéndola.
Abrió los ojos lentamente. El frío ya no se sentía. Delante de ella estaba un hombre bien parecido de ojos dorados y piel pálida. Le recordó al doctor Cullen, aquel caballero que conoció en su adolescencia.
Mirando por las ventanas vio como la nieve continuaba cayendo. Le quemaba la garganta.
Entonces el perfecto hombre abrió la boca y con la más melodiosa voz de todas susurró:
-Feliz Navidad


Tras tantos años juntos todavía lo amaba con locura. Sentía que a su corazón latir –a pesar de que no lo hacía– al verlo. Él era su salvación desde aquel frío día.
Carlisle le tendió con elegancia una copa de champán a su esposa y tras un leve brindis se sentaron tranquilamente en el comedor y rememoraron viejos recuerdos...como el 25 de Diciembre de hacía muchos años...


By Nesa.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Lo que la oscuridad no deja ver.

Harry sale del baño. Me dijo que iba a lavarse los dientes, pero está muy pálido. A mí no me engaña, pero después del día tan duro que llevamos no pienso echarle otra bronca. Aun así creo que debería esforzarse por aprender a cerrar su mente a Voldemort, es muy peligroso…
Saco de mi bolsito de cuentas mi pijama y le doy el bolso a Harry diciéndole que busque su pijama y el de Ron mientras yo me cambio. Entro en el baño y me miro al espejo mientras me recojo una coleta. Tengo una pequeña herida en la cara, seguramente de cuando nos atacaron los mortífagos en la cafetería. No puedo creer que estemos aquí porque todo ha pasado demasiado deprisa. Llevábamos tiempo intentando ver cómo nos íbamos de La Madriguera sin levantar sospechas entre los que no sabían nuestro plan y procurando no preocupar a la señora Weasley pero, aunque lo tuviera siempre todo preparado por si acaso, nunca pensé que nos fuéramos a ir en esas circunstancias. No quiero que se me note pero tengo miedo. Esta casa no es de mi agrado, y después del ataque sorpresa de esta tarde siento que estamos constantemente perseguidos, y es un agobio. Las cosas han cambiado. Jamás me sentí tan angustiada como esta tarde: ver esa mirada asesina en Ron mientras decía que iba a matar a Dolohov me hizo darme cuenta de que realmente son tiempos difíciles. No sé si hubiera sido capaz de hacerlo… Había demasiada determinación en su mirada, pero Ron no es así…
Salgo del baño silenciosamente y me dirijo al salón. El ambiente está cargado, hace calor y hay mucho polvo, lo que demuestra que la casa lleva cerrada bastante tiempo.
En el suelo del salón hay dos sacos de dormir. Harry ya se ha puesto el pijama, pero Ron aún no se ha puesto la camiseta… Me pongo colorada y espero en la puerta, medio escondida entre las sombras, mirándolo. El chico termina de vestirse y comienza a arreglar el sofá, preparándolo como si fuera una cama. Realmente es muy listo, es más cómodo que un simple saco de dormir en el suelo.
Entro y les sonrío; ellos me devuelven la sonrisa.
            - Hermione, tú duermes aquí- me dice Ron señalándome el sofá.
            - ¿Cómo?- pregunto sorprendida.
            - Aquí estarás más cómoda- me contesta tiernamente.
Harry, no sé por qué, nos mira sonriendo mientras se mete en el saco de dormir que está más alejado del sofá. Creo que sé lo que piensa pero no lleva razón. Ron sólo está siendo amable. Bastante amable, la verdad…
            - No, en serio, no hace falta. Si dormís aquí es porque yo os lo he pedido.
Pero mi pelirrojo favorito me mira fijamente a los ojos.
            - Gracias- le sonrío tímidamente.
Me tumbo en el sofá, realmente bien preparado. Ron ha dejado su aroma en los cojines que uso como almohada. El chico se tumba en el saco de al lado y suelta una pequeña risa mirándome. Mi respiración se acelera.
            - Buenas noches, chicos- nos desea Ron mientras apaga la luz con el desiluminador.
            - Buenas noches- contestamos Harry y yo al mismo tiempo.
Cierro los ojos e intento borrar las confusas imágenes que se forman en mi cabeza para sumirme en un necesario sueño.
            Me parece que ha pasado bastante tiempo desde que Ron apagó la luz, pero no estoy dormida. Oigo la leve respiración de uno de los chicos, que duerme profundamente. Debe ser muy tarde y necesito descansar, pero entonces escucho un sollozo. ¿Soy yo o Ron está llorando? Me giro lentamente en el sofá para mirarlo pero no puedo verle la cara, está muy oscuro. Aún así confirmo mis sospechas, ya que los sollozos vienen de ahí. No se ha dado cuenta de que lo miro; creerá que estoy dormida y no sé que hacer. Sé que a Ron no le gusta que le vean llorar, por eso lo hace cuando se supone que no podemos darnos cuenta. No es la primera vez: Harry me contó que en estos últimos días lo escuchaba de vez en cuando, de noche en su habitación de La Madriguera, pero él no hacía nada porque no sabía qué. Además, se siente culpable de todo lo que está pasando, aunque nosotros insistimos en que no es así.
Pero yo no puedo oírlo así, me rompe el corazón. Sé que su llanto es por su familia y es totalmente normal que esté así. Él me ha estado apoyando estas últimas semanas, que para mí han sido muy duras por lo de mis padres (a los que aún hecho de menos), así que ahora yo tengo que corresponderle como su amiga que soy.
            - Ron…- susurro.
            - ¿Si?- Ron respira profundamente, efectivamente intentando ocultar que está llorando.
            - Todo va a salir bien- le digo para intentar consolarle, aunque también para intentar convencerme a mí misma.
No puedo pensar lo contrario. Si algo les pasase a Ron, a Harry o a mis padres no me lo podría perdonar…
Ron carraspea un poco y se mueve en su saco, algo más calmado, parece.
            - Hermione…- abre los ojos y me mira. Son como dos intensas luces azules en la oscuridad-, estaré bien siempre que estés conmigo- dice algo nervioso.
Se me acelera el corazón. No sé qué decir, me ha dejado sin palabras. En la oscuridad de la noche su mano tantea torpemente a su alrededor hasta encontrarse con la mía y agarrarla suavemente. No me lo esperaba, pero entrelazo los dedos de mi mano entre los suyos y cierro los ojos lentamente. La verdad es que agradezco que esté oscuro; así no verá que me he puesto totalmente colorada. Y así, con mi mano abrazando la suya, comienzo a quedarme dormida…
            Por primera vez en muchas noches no tengo pesadillas, aquellas que invaden mis sueños desde hace mucho en la que mis padres no me vuelven a reconocer nunca más o en las que algo malo les pasa a mis seres queridos.
            Cuando los primeros rayos de Sol consiguen penetrar por las pesadas y rajadas cortinas dándome de lleno en la cara comienzo a despertarme. Abro los ojos poco a poco y escucho a Ron desperezarse a mi lado. Tengo que asegurarme de que no fue un sueño, de que ha sido real, por lo que miro disimuladamente mi brazo, que cae hacia el suelo, y mi mano, que yace apoyada a escasos milímetros de la de Ron. Ahí está la confirmación de mis dudas: nos dormimos con las manos entrelazadas. Ron se ha dado cuenta de lo que estoy observando con una chispa de alegría en los ojos, así que aparto rápidamente la mirada. ¿Me lo parece a mí o él, al darse cuenta también de que nuestras manos están tan juntas, se ha puesto rojo?
Es una situación algo incómoda, pero ninguno de los dos nos movemos; nos quedamos quietos. Ojalá pudiera estar así para siempre, con él…
            - Buenos días, Hermione- me dice tímidamente.
            - Buenos días- le contesto lo más normal que puedo.
Pero entonces algo llama mi atención. El saco de dormir de Harry está vacío.
            - ¿Dónde está Harry?- pregunto alarmada.
            - ¿Qué? ¿Harry?- dice Ron girándose en su saco para mirar al otro lado, separando así nuestras manos-. ¡Mierda!- se queja mientras se levanta rápidamente.
Yo hago lo mismo. No me gusta que Harry desaparezca de esa manera, y creo que él lo sabe perfectamente. Nos dirigimos corriendo a la cocina, pero tampoco está allí. Entonces voy al pie de la escalera y miro para arriba.
            - ¿Harry?- lo llamo intentando no hacer mucho ruido para no provocar al retrato de la Señora Black. Pero no hay respuesta-. ¡Harry!- acabo gritando.
Ron y yo nos miramos preocupados. La Señora Black se ha despertado y comienza a gritar y despotricar tras sus cortinas, pero no le hacemos caso.
            - Nos separamos y lo buscamos, ¿vale? Tiene que estar en la casa- me dice mi pelirrojo.
Asiento con la cabeza y subimos las escaleras. Él se queda en el primer piso y yo voy al segundo.
Realmente esta casa da escalofríos; ya me los daba cuando, hace dos años, la usábamos como Cuartel General de la Orden del Fénix y estaba llenísima de gente, más ahora que está vacía. Las cabezas de elfo cortadas siguen colgadas en la pared y todo está tan triste y oscuro, lleno de polvo y demasiado silencioso, salvo por los gritos que me llegan desde más abajo del retrato.
Abro la puerta de la primera habitación que encuentro y me quedo helada: está completamente revuelta, con papeles y cristales rotos, la cama desecha y las cosas tiradas por el suelo. Parece que la hayan registrado buscando algo. Cierro esa puerta y me dirijo al cuarto de al lado, pero me lo encuentro igual. De hecho, todas las habitaciones están así, a cuál peor.
Subo al tercer piso llamando a Harry. ¿Dónde demonios se ha metido?
            - Estoy aquí- me contesta su voz desde el cuarto más alejado.
Suspiro aliviada. En la puerta, que está entornada, hay una placa que indica que ese era el dormitorio de Sirius. Entro y veo a Harry sentado en la cama leyendo un trozo de lo que parece una carta. Esta habitación también está patas arriba.   
            - ¿Pero cómo se te ocurre desaparecer así? ¡Nos has asustado!- le regaño mirándolo fijamente.
            - Perdón- me contesta sin apenas prestarme atención, pues no aparta la vista del trozo de pergamino que está leyendo; pero nota mi mirada y me pone carita de arrepentimiento-. Perdóname Hermione, es que no quería despertaros…- se justifica, y me mira la mano con la que abrazaba la de Ron sonriendo pícaramente.
Abro la boca un par de veces sin poder emitir sonido alguno y él se ríe, así que opto por salir al rellano y avisar a Ron.
            - ¡Ron!- grito-. ¡Ya le he encontrado!
            - ¡Me alegro!- me contesta irritado desde más abajo-. ¡Dile de mi parte que es un imbécil!




¡Buenas noches de nuevo!
Aquí os ofrecemos una historia de
Supercoco. Un bonito Ronmione para
los y las amantes de la parejita.

Enhorabuena a la escritora.
Besos, Lady Of Sorrows.

Gracias al odio vino el amor.

 
Argus Filch se paró ante la puerta de la biblioteca ¿Cómo era posible que le temblara todo? Era incluso anormal. Estaba enamorado... Y no podía negarlo, ¿para qué? Ya no tenía ningún sentido.

La señora Norris maulló levemente frotándose contra las piernas de su amo.

- Luego estaré contigo, cielo... Ahora tengo cosas que hacer.

La gata pegó un bufido y se alejó. Seguramente se iba a asustar alumnos, era su pasatiempo favorito, pues se oía por ahí que la gata cazaba a los alumnos y luego avisaba a Filch.

Filch se arregló, como pudo, la camisa y echó un vistazo al maltrecho ramo de flores que había cogido. Abrió la puerta y allí la vio. Regañando a un alumno de primero. Estaba tan dulce cuando regañaba.

Irma miró a quien había entrado, esperando que no fuera uno de esos alumnos irrespetuosos. Pero no. No eran alumnos. Era él.

El alumno de primero se escabulló entre las librerías. Esperando que Pince no se diera cuenta.

Filch se acercó a ella con una sonrisa en la cara, o intentándolo.

- ¿Para mi? - preguntó ella casi emocionada cogiendo el ramo que él le tendía.

- Claro... Fe... Fe... Felicidades.

- Gracias - Irma sonrío. Esa preciosa sonrisa que tanto le gustaba a nuestro celador. - Nadie se acuerda de mi cumpleaños - suspiró.

- Yo sí.

- Es suficiente - susurró ella. - No tenías que haberte molestado.

- No fue una molestia.

La cara de Pince cambió. Se sentía tan cansada. Se acercó a una de las sillas y se dejó caer en ella.

- No soporto a estos críos... No puedo más.

- Son realmente molestos - bufó él. - Y ese maldito Dumbledore no me deja practicar mis métodos antiguos con ellos.

- Seguro que así aprenderían a respetarnos - dijo ella. - Y a mis queridos libros - cogió un libro al azar de la mesa y lo puso en su regazo.

- Me encantan tus libros - ella volvió a sonreír. Ambos se sentían bastante incómodos con esa situación.

- Creo que deberías volver a tu trabajo... Y yo continuar con el mío.

- Sí, sería lo mejor - dijo Filch, apartando la mirada de los ojos de Irma. - ¿Nos vemos luego?

- Claro...

- Adiós.

- Adiós.

Argus salió de la biblioteca. Aún le temblaban las piernas... No entendía bien porqué cuando hablaba con ella actuaba de esa forma, y menos porqué ella actuaba igual que él.

Ambos sabían que el otro era la persona en quien más podían confiar, además de que se comprendían mutuamente. Pero todas las conversaciones habían sido así.

Caminó hasta llegar a su despacho. La señora Norris estaba esperando en la puerta.

Filch cogió a su gata en brazos y abrió la puerta. Estaba igual que como la había dejado. Con sus cadenas y sus instrumentos de tortura... El único lugar donde se podía sentir completamente alejado de esos monstruitos.

Se sentó en la silla y cerró los ojos, imaginando, por milésima vez, la primera vez que vio aquella sonrisa... La sonrisa más bonita que había visto nunca.

Era Diciembre, de mil setecientos noventa y siete... Y aunque Hogwarts no había cambiado apenas, él si lo había hecho bastante. Su pelo, con algunas canas, estaba mejor peinado, y con aspecto más sano. Y en sus ojos había aparecido algunas arrugas. Así como en la cara y frente.

No era joven, pero tampoco era viejo. Con la Señora Norris a su lado.

- ¡Malditos, malditos, malditos...! - escuchó gritar. Se paró frente a la puerta de la biblioteca, extrañado. Segundos después la puerta se abrió de par en par.

James Potter, seguido por Sirius Black, salieron de la biblioteca corriendo, como si les fuera la vida en ello.

La puerta se volvió a abrir.

Filch fue a entrar, cuando alguien que salía abrió la puerta de golpe y chocó contra él.

Era Remus Lupin. Y eso si que no podía negarlo y mucho menos dudarlo. Se sabía todos los nombres de todos los alumnos problemáticos. Y aunque Lupin era buen estudiante, siempre estaba metido en todos los fregados.

- Lo siento - se excusó el muchacho, y después salió corriendo en la misma dirección que sus amigos.

El último en salir fue Peter, muy pegado a los talones de Remus... Este corría más lentamente, pero aún así escapaba.

Filch entró en la biblioteca. Y encontró lo que menos esperaba encontrarse. Irma Pince, la bibliotecaria, a la que solo conocía de las comidas y de pasada, lloraba sobre una pila de libros tendidos sobre una de las mesas. Sujetaba en sus manos uno en particular.

Argus se acercó y comprobó que el libro había sido rayado. La portada en particular. Con una caligrafía elegante y limpia...

- ¡Maldita sea! ¡Mira lo que han hecho! ¡James Potter ha rayado el nombre de su estúpida novia por todo mi preciado y amado libro! - la mujer gritó como si hubiesen matado a alguien.

Filch odiaba con toda su alma a esos cuatro, y aunque eso de rayar libros para él no tenía importancia, le fastidiaba que hubieran hecho llorar a una persona tan correcta como la bibliotecaria.

El celador miró a la mujer. Su pelo negro, recogido con un moño, brillaba de una forma inusual. Y sus ojos estaban completamente rojos por las lágrimas.

Se sentó en una de las sillas y enterró el rostro entre sus manos.

- Lo siento... Pero es que... Son tan... - hipó ella. Aún con el rostro lleno de lágrimas y con un nudo en la garganta.

- Lo entiendo... Tranquila, Madame Pince, esos monstruos tendrán su castigo, haré que limpien cada centímetro del castillo sin magia por esto - apretó los puños. - No hay seres tan odiosos como esos cuatro.

Ella levantó la cara y lo miró, entre la cortina de lágrimas de sus ojos.

- ¿Odias a esos burros? ¿Los castigarás por lo que le han hecho a mis libros? - preguntó más calmada, aunque con la voz débil. 
- Pues claro, no pueden salir ilesos de esto. Dañar un libro debería estar penado de muerte.

Ella sonrió, y él no pudo pensar en nada más. Ni siquiera en su gata.



Esta historia pertenece a ClaudiaLupinBlack,
aunque esta historia ha sido publicada en su
segundo perfil, LunaticWolf.
Nos ha parecido una historia original, por eso
está aquí. Esperemos que la disfrutéis y enhorabuena
a la escritora.
Besos, Lady Of Sorrows.


viernes, 25 de noviembre de 2011

Mariposas

Aquel verano el buen tiempo atrajo a las mariposas. No de la forma en que lo hacía todos los años sino muchas más de lo normal, Albus nunca supo porqué.
 
Había multitud de ellas, de todos los tamaños y colores, como si alguien que las hubiera mantenido guardadas durante todo el invierno decidiese de repente  liberarlas, abriendo la puerta de la jaula para dejarlas salir. El caso es que, en su memoria, las mariposas quedaron para siempre íntimamente ligadas al recuerdo de aquel verano; maravilloso y terrible a la vez.
 
Mariposas en el prado, escapando de los inútiles intentos que Ariana hacía por atraparlas, jugando al aire libre los días que se encontraba mejor. Mariposas en su  estómago, agitándose revoltosas cada vez que Gellert invadía peligrosamente su espacio personal, provocando en él un pequeño cataclismo.
 
O cada vez que pronunciaba tu nombre, Albus, y sus labios se cerraban para exhalar el aire despacio en la segunda sílaba, tal y como si te estuviera enviado un beso. A veces, reconócelo, provocabas esos momentos a propósito, solo por el gusto de escuchar como tu nombre se escapaba de su boca.
 
-Gellert…
 
- ¿Sí, Albus?
 
Y tú respondías cualquier tontería y girabas la cabeza para ocultar una pequeña sonrisa, feliz porque ya habías conseguido tu objetivo.
 
¡Y sin embargo, cuánto sufrías!
 
Pero este era un sufrimiento agradable y dulce, no como el que vino después…
 
Sufrías por culpa de tus manos, pequeñas e insumisas, que parecían haberse erigido en rebeldía contra ti y luchaban por romper la férrea disciplina que a duras penas lograbas imponerles, y así evitar que cobraran vida propia y corrieran hacia él, traviesas y felices, revoloteando como mariposas sobre su piel.
 
¿Qué te llevó a recordar eso precisamente esta noche, después de tantos años?
 
Quien sabe… tal vez se deba a que este enemigo de ahora te recuerda al otro.
 
A los dos los conociste de jóvenes, cuando todavía estaban a tiempo… sin embargo con ninguno de ellos fuiste capaz de ver más allá, de adivinar al lobo agazapado bajo la piel de cordero.
 
Y  de pie ante la trampa que Tom  preparó  para ti  no puedes evitar preguntarte que habrá ideado tu viejo alumno. Sientes temor -solo un tonto no lo sentiría- pero también respeto.
 
Y cierta curiosidad.
 
 ¡Ah, la curiosidad! ¡Qué vieja y fiel compañera! Tantos años y todavía no te abandona.
 
¿Habrá estado Tom a la altura?
 
De no ser así una parte de ti se sentiría defraudada.
 
Albus miró al chico, para infundirle valor, y se sintió un poco culpable por la gran responsabilidad que estaba a punto de dejar caer sobre sus hombros.
 
No puede ser de otra forma. Tom lo decidió así, mucho tiempo atrás.
 
Pronto descubrió que su antiguo pupilo había estado a la altura y no solo por el fuego líquido que le quemaba las entrañas. Faltaba aún mucha poción cuando sus más negros demonios se abalanzaron sobre él, haciéndole revivir los peores momentos de su vida.
 
Su más terrible error, todo aquello con lo que le había costado tanto aprender a vivir.
 
Ni siquiera cuando se acabó la poción la cosa terminó del todo. Sus fantasmas seguían allí, imposibles de ahuyentar.
 
Tampoco lo deseabas. Forman parte de ti. Adonde quiera que vayas,  los llevarás contigo.
 
Se sentía viejo y cansado, y las cosas por fin estaban encaminadas. No sería fácil pero Harry estaba preparado. Y era capaz. Lo había demostrado muchas veces, esa misma noche, por ejemplo. Podría salir adelante a sin su ayuda. Él ya no era imprescindible y de ahí su último ruego:
 
-Severus, por favor…
 
Y a pesar de lo injusto de su petición, Severus no le falló. Albus contaba con ello porque en tantos años a su servicio nunca lo había hecho, ni una sola vez.
 
En el mismo instante en que fue alcanzado por la maldición sintió como algo se desgajaba y se separaba de su cuerpo.
 
"Curioso…"pensó viéndolo caer, como algo ajeno, convertido en una maraña de brazos y piernas en movimiento, envueltos en una vistosa túnica de vivos colores. Volando desde lo alto de la torre de astronomía.

Admítelo Albus, tu vestuario siempre fue un tanto excéntrico.
 
De haber podido estaría sonriendo en ese momento, al ver como el cuerpo que le había acompañado durante tantos años se precipitaba al vacío, convertido en una enorme mariposa de tamaño humano.
 
Todas las cosas que tanto le preocupaban pasaron a un segundo plano: Voldemort y sus Horcruxes, la guerra que estaba en ciernes, incluso Harry…
 
… porque en el último instante de su vida, el pensamiento de Albus voló hacia las mariposas.
 
Y después, al fin, la paz.

Gracias a Alecrín por habernos enviado su historia que nos ha dejado, sinceramente, sin aliento. ¿A vosotros qué os parece? ¡Gran escritora!

Y no sin darla mi enhorabuena, me despido;
Sommus.

martes, 22 de noviembre de 2011

Laberinto de colores




No importa dónde mire
Caleidoscopio del corazón
Y emociones invisibles

Cuentos sin descanso,
Versos de retraso
Disparos intactos
Del murmullo santo
De los libros fantásticos

No es mucho pedir
Un roce de tus labios

Estoy solo en esta tierra
Rodeado de corazones y hiedra
En cada tropezón de mi piel
Este cuerpo frágil deshiela

Kilet, despierta

Es esta la mirada eterna
Fantasmas inconclusos
Almas usadas por ilusos

Nunca Jamás cayendo por un pozo
En el País de Maravillas
Jack Sparrow en el barco
Hacia Narnia
Aslan en mis cuentos,

Miedo que se cuenta,
Lágrimas que despiertan,
Injusticias de la vida
Es una cárcel que desvía.

Poesías de mi risa
¿Entienden? Es más difícil

Seré alcalde de tu cárcel,
la del corazón que encierra,
tus costillas y tu alma
reclusa y confundida en ti

Recuerda cada día cuando te conocí
ya sé que viste a otros
conozco infidelidad mejor que otro
conozco la felicidad y a tristeza

Como si fuera rey de su
reino de mentiras e ilusiones
sin control como dios de letras
y presidente de toda emoción

Es mi lado del cristal
encerrado en la cabina
de nubes extraviadas

Extraños que extrañan arañas
mañanas de veneno y palabras
Sonrisas por la calle de tu vida
Acciones de picas y corazones

Cartas por el Amazonas de tu mente
el calabozo de tu derecho
Tus pensamientos inconfundibles

Poesía doble en el laberinto de colores


Enhorabuena a Kilet por este maravilloso poema que, personalmente, me ha gustado mucho por su extravagancia que le da un toque especial.

Una vez más esperamos que os haya gustado (en especial a él) y que hayáis disfrutado.

¡Animaos a participar!
Gritando en Silencio.

lunes, 7 de noviembre de 2011

La última estrella de papel.



Contempla las estrellas que decoran la pared, de diferentes colores, estrellas pequeñas, muy pequeñas y otras  tan grandes como la palma de la mano.
- Son preciosas - dice pero no obtiene respuesta, suspira y camina hasta donde está su abuelo sentado. Golpea su hombro para llamar su atención, se pone a su altura. Habla en voz más alta y vocalizando despacio - Abuelo, son muy bonitas - él frunce el ceño y mil y un arrugas aparecen en su rostro, "una arruga por cada año" solía pensar su nieta y no iba muy desencaminada, pues ya tenía más de noventa años - Las estrellas... me gustan, son bonitas - repite aún más despacio que antes. Sabe que él no puede oírla, con los años ha ido perdiendo el odio, a veces es imposible entenderse; si le preguntas por su salud te contesta que hace un día maravilloso, pero no por ello su nieta deja se hablar con él de lo que sea, le da igual el tema de conversación sólo quiere hablar.  
- ¿Las estrellas? - Ella asiente con la cabeza y una sonrisa se forma en el rostro del anciano - Son muy fáciles de hacer ¿Quieres que te enseñe? - sus ojos chispean felices y los de su nieta también, no sabría decir a quien le hace más ilusión - Tráeme unas tijeras, y algo de celo...   
La chica vuelve al instante con todo lo que él le ha pedido, el hombre dobla cuidadosamente el periódico, no soporta que las páginas estén mal puestas, ella solo espera paciente a que termine y le explique de una vez por todas el secreto de las estrellas de papel. 
Él coge una revista cercana y recorta un círculo. Le pide a su nieta que haga lo mismo. Ella repite sus pasos, dobla el papel aquí y allá, pega esto y recorta lo otro, sonríe cuando compara el círculo que ha recortado con el de su abuelo: a pesar del Parkinson que le molesta desde hace años, de los molestos tembleques que le impiden mantener un pulso firme... el círculo que ha recortado es perfecto.  
- Debes hacer las cosas más despacio, atolondrada - ella gruñe, dobla la última punta de la estrella y se la muestra a su abuelo.  
- Vaya, ¡qué fea me ha quedado! - Se lamenta y trata de arreglar un poco la maltratada estrella. Él la coge y hace un par de dobleces. De nuevo ella observa en silencio, admirada por la habilidad de esas manos viejas moldeadas por el trabajo duro, él apenas mira la estrella, ha hecho muchas a lo largo de su vida y los movimientos resultan casi mecánicos. Le devuelve a su nieta una estrella perfecta.  
- Creo que me tendrás que enseñar otra vez cómo lo haces porque dentro de unos días se me olvidará.  
- Las próximas Navidades te recordaré cómo se hacen. - Le promete anciano. 
Ella creyó su promesa, la creyó porque él se lo prometió y porque... porque no se imaginaba un mundo donde no pudiese contar con sus consejos, sus manualidades, sus libros, sus cuentas matemáticas... no podía imaginar un mundo sin estrellas.  


Pero nunca cumplió su promesa, porque el año siguiente ambos se olvidaron, cuando ella recordaba el tema pendiente pensaba "bueno, otro día aprenderé" pero no llegó nuca ese día porque ¿sabéis qué? Las personas mueren, sí, mueren. Se van, desaparecen de la noche a la mañana sin importar las cosas que les quedan por hacer, sin preocuparse por los que dejan atrás simplemente se van y no regresan por mucho que llores, por mucho que te lamentes. Porque ella no se dio cuenta, hasta que fue demasiado tarde, del poco tiempo que les quedaba juntos, y sabe que no lo aprovechó, sabe que podría haber pasado mucho más tiempo junto a él y no lo hizo, no le escuchó lo suficiente. Después de su muerte se interesó por su pasado, por sus anécdotas de la juventud en un intento de conocer mejor a aquel hombre que siempre fue su referente, su modelo a seguir, pero no era igual que antes... porque él no estaba ahí. 
Y sin que ella se diese apenas cuenta pasó el primer año... sin él. Después el segundo... y así trascurrieron seis años, seis cumpleaños, seis Navidades, seis años durante los cuales pensó, que no volvería a sonreír... porque él no estaba, pero lo hizo aunque nunca se olvidó de él.  
Y ahora se encuentra frente a un montón de papeles. Tijeras en mano, recorta un círculo y vuelve a cortar otro cuando destroza el primero. "¿Cómo lo hacía? "Cómo era?" se pregunta pero no logra recordar los pasos que una vez le indicó. Corta un nuevo círculo y lo desecha al cabo de unos minutos de tortura. No desiste aunque siente que no podrá hacerlo. Corta un nuevo círculo  y así... sin más, cae en la cuenta "dibujaba una estrella, él dibujaba una estrella" Rápidamente la dibuja y algo le dice que está en lo correcto. Dobla el papel sabiendo que lo está haciendo bien y pega con mucho cuidado todos los pliegues.  
Deja caer sobre la mesa una estrella de papel arrugado, una estrella irregular muy parecida a la que hizo años atrás pero es una estrella como las de su abuelo... una como las que él hacia y rompe a llorar, llora porque le echa de menos, porque hace seis años que se marchó y todavía no puede creerse que no esté a su lado, porque un puede pensar en él, no puede hablar de él sin que un nudo se forme en su garganta, llora como una niña y se siente estúpida.  
Secándose las lágrimas busca una pequeña cajita en su cuarto, la abre y con mucho cuidado saca una estrella de papel azul, las guarda todas, toda las que pudo reunir, las guarda como un gran tesoro. Deja caer la estrella blanca que acaba de hacer y cierra la caja de nuevo. Abre su puño derecho y acaricia la estrella de papel dorado, el papel está suave y algo desgastado porque es su estrella favorita, se la regaló él... es la última que hizo, la última estrella de papel.

 Esta maravillosa historia la ha escrito Friki, que ha tenido la amabilidad de enviárnosla a nuestro correo. ¿Qué os parece? Yo creo que merece todos los puntos de la calificación ya que es buenísima.

  • Historia de Frikiloca.
  • Portada de Luu.
Con mis mejores felicitaciones para la autora;
Gritando en Silencio.

La belleza, como el dolor, hace sufrir

La ciudad brillaba esa noche con un resplandor propio. Potentes llamaradas de fuego habían desatado el infierno desde el corazón de Londres y los atronadores gritos infantiles, junto con el crepitar de las chispas ígneas flotaban en el aire viciado como las cenizas que invadían el ambiente.
Milagrosamente, después de días de angustia, desasosiego y desesperanza la guardia de la Torre usó pólvora a modo de cortafuegos, y así se puso fin a la pesadilla que en un principio parecía no tener fin. Miles de casas fueron reducidas a nada. Miles de personas se quedaron sin hogar. Miles de sueños se deshicieron entre las llamas. 
Corría el año 1666.



El doctor Stephen Beastly fue una de las muchas víctimas del gran incendio. Aquella noche su vida se transformó violentamente por placer del destino, y ya nada volvería a ser como antes.
Prácticamente  alejado de la civilización en la antiquísima casa de los Beastly en cuyo laboratorio subterráneo solía pasar tantísimas horas intentando descubrir los secretos mejor guardados de la Química, no supo del incendio hasta que lo sintió en sus propias carnes. Aunque el fuego no alcanzó esa parte de la casa -que él llamaba su santuario- los frascos y probetas que contenían una gran variedad de ácidos y disoluciones se dilataron a causa del efecto del calor y muchos de ellos reventaron liberando su contenido. 

Le quemaba. Sentía cómo cada poro de su rostro ardía hasta que su epidermis se descompuso por completo y cayó carbonizada al suelo. Chilló de forma inhumana hasta que se quedó sin voz, hasta que perdió incluso la consciencia.

***


-Señor Beastly, ¿está despierto?
El eco de la voz masculina pareció llegarle desde un mundo paralelo y lejano, hasta que poco a poco su oído se agudizó. Intentó abrir los ojos, mas sintió una gran sensación de agobio cuando se dio cuenta de que no podía. Su rostro estaba envuelto en vendas blancas e impolutas. 
-Es un placer verle de nuevo consciente, señor Beastly. Comprobemos si la piel se ha regenerado por completo.
La tensión con la que estaban dispuestas las vendas disminuyó paulatinamente a medida que el médico de la familia, el doctor Shellman, las retiraba con sutileza. Cuando quitó el último de los vendajes y el rostro de Stephen quedó al descubierto, el terror afloró a la superficie de sus ojos.
Aunque la piel se había reconstituido, por alguna razón estaba en carne viva y presentaba un aspecto repulsivo.
-Un espejo.-pidió Stephen con impaciencia.
El anciano médico le alcanzó un espejo de mano con dedos temblorosos.
A Stephen se le sobrecogió el corazón. El reflejo de una bestia le devolvía la mirada.
-¿D-dónde está Elisabeth?
-¿Se refiere a su esposa, señor?
-¿A quién si no?
Shellman pareció envejecer otros tantos años.
-Cuando vio que el fuego le había deformado el rostro y había acabado con su piel...ella...se marchó. La misma noche del incendio.
-¿Cuánto hace de eso? -Stephen sentía una opresión en el pecho que le impedía respirar con normalidad.
-Mes y medio, señor.
Transcurrieron unos minutos de pesado e irrompible silencio. Finalmente, Stephen habló con la voz quebrada.
-A partir de ahora, doctor Shellman, si alguien le pregunta estoy muerto.
-Pero yo...
-¡VÁYASE DE AQUÍ! 

El anciano abandonó rápidamente la casa no sin antes preguntarse si lo que había visto en los ojos de aquel hombre unos segundos antes había sido un destello de maldad.

***





Caminaba rápidamente, aunque con cuidado de no tropezar con el largo vestido de encaje negro que llevaba para la ocasión. Sus cabellos, refulgentes y dorados como el sol estaban en esta vez recogidos en un elegante moño al más puro estilo inglés de la época. Sentía que algo estaba fuera de lugar, que estaba corriendo un riesgo innecesario, pero la curiosidad podía con ella. Siempre lo había hecho. Repasó mentalmente la décima carta de su admirador secreto. Se verían por primera vez esa noche en la calle Blackrose, muy cerca del que había sido el lugar en el que se había criado su difunto marido Stephen. La simple idea de estar a unos metros de la casa le producía desazón. No sabía por qué había actuado así, por qué lo había abandonado de aquella manera. 
Aceleró el paso. Debía apresurarse por llegar a su destino si no quería llegar tarde y causar una primera mala impresión. Claro que después de las delicadas cartas que había recibido de aquel hombre...dudaba mucho que se enfadase. Estaba realmente enamorado de ella. Sus escritos casi dejaban entrever una actitud obsesiva. Claro que a la joven Elisabeth le encantaba que le prestasen atención por su indiscutible belleza.
De repente se detuvo. ¿Qué era eso? En principio le había parecido una sombra, pero en lo que verdaderamente se había fijado era en aquel reflejo de luz. Procedía de la casa de los Beastly. Del laboratorio, en concreto. Pero era imposible. Stephen llevaba muerto casi cinco meses...Quizá alguien había comprado la casa. Sí, eso sería. No tenía por qué ser presa de la paranoia pensando en que había visto la figura de Stephen a través de uno de los cristales de la planta inferior.

Llegó al lugar fijado y distinguió a un hombre alto, envuelto en una capa oscura que estaba de espaldas a ella. 
-¿Thomas?
El hombre se dio la vuelta cortésmente. Su rostro permanecía oculto tras una máscara azabache que le cubría toda la cara. Hizo una distinguida reverencia.
-Al fin Dios ha oído mis peticiones y la conozco.-su voz era ronca.-En mi casa podremos conversar más tranquilos, lejos de miradas curiosas.
Elisabeth asintió. Cuál fue su sorpresa al descubrir que la persona que había comprado la casa de Stephen era él. Thomas. 

Estuvieron hablando mucho tiempo, pero él no se quitó la máscara. Le aseguró que era muy tímido y que lo haría en cuanto se sintiese capaz. Le enseñó la mansión de arriba a abajo. El elegante salón adornado con tapices de Oriente, los dormitorios perfectamente ordenados, el amplio comedor…ella no mencionó que ya la conocía. Cuando llegaron a la planta subterránea, el laboratorio que tanto amaba Stephen, los recuerdos impactaron contra su cara.
-Dicen que aquí vivía un científico desgraciado.-comentó Thomas en un tono agrio.
-¿Desgraciado? -se sorprendió ella.
-Así es. Murió solo. Y la soledad es la peor de las desgracias, mi lady. Debió de sentirse tan desesperado y desalentado...yo también hubiese deseado la muerte.
Elisabeth tragó saliva. Respiraba entrecortadamente a medida que un sentimiento de culpa y pesar la embargaba. Sus sentidos se embotaron. En el aire flotaba el olor de una sustancia adormecedora y soporífera...



Cuando la joven despertó notó sus músculos engarrotados. Estaba atada a la mesa del laboratorio con gruesas y tensas cuerdas. La cabeza le daba vueltas.
-¿Thomas? -susurró en un hilo de voz.
Una carcajada nerviosa y escalofriante retumbó en cada rincón de la estancia como respuesta. El hombre, que se acercaba a ella cual león que acecha a su presa se quitó la máscara que cubría su rostro con violencia. Elisabeth chilló y pataleó, aunque no por eso las cuerdas se soltaron.
-No sabes cuánto me has hecho sufrir, Beth...-acarició sus suaves pómulos.-...descubrir que no me amabas, el sentimiento de abandono que me invadió cuando el doctor Shellman me contó que te habías ido...
-N-no estoy orgullosa de aquello, Stephen.-las lágrimas surcaban su rostro.-Estaba tan asustada...
-De mí.-su voz sonó fría y cortante como un cuchillo afilado.-De mi aspecto. Eso sólo lo hace más deplorable.-le escupió.-Pero Dios es justo, y llegó la hora de mi venganza. Te voy a hacer sufrir, Beth. Te voy a desgarrar.-rió otra vez como un maníaco mientras ella sentía la sangre martilleándole en los oídos.-Y volveré a ser hermoso...tal y como tú querías.

Stephen tomó un extraño puñal parecido a una hoz y lo clavó en su piel tersa y nívea. A continuación lo deslizó lentamente mientras la sangre brotaba como un riachuelo de rubíes y los aullidos de dolor de la joven adornaban la escena. La capa de piel se separó de sus fibras musculares. Llegó un momento en el que pareció haberse hecho inmune al dolor, y entonces lloró como nunca antes lo había hecho, pero no de sufrimiento. Lloró por él, que cogía las tiras de piel arrancadas por aquel maléfico instrumento y las colocaba sobre su rostro cosiéndolas toscamente con una aguja para que se quedasen adheridas al compás de su excéntrica y alocada risa.

En los últimos momentos de su vida, en los que esta se extinguía inexorablemente, Elisabeth sintió lástima por aquel monstruo que una vez fue hombre, porque en el remoto caso de que consiguiese finalmente recuperar su rostro bello y delicado de antaño siempre habría una parte de él, mucho más valiosa -ahora lo sabía-, oculta en lo más profundo de su ser, que continuaría siendo imperfecta e infernal, consumida por el odio y el rencor.



Su alma.

Este es el tercer relato que subimos de ejemplo.
Pertenece a la maravillosa Barby. ¡Enhorabuena por tan magnífico One!
¡Muchísima suerte a todos los que participéis!
Por Lady os Sorrows.