lunes, 26 de diciembre de 2011

Cruzadas



Era una noche fría, lo que en diciembre no debía extrañar. Se oían pocas voces en los alrededores; la mayoría de los alumnos del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería se habían marchado a casa a pasar las fiestas. Así las cosas, los profesores tenían un periodo de paz y tranquilidad que pocas veces disfrutaban.
Hasta que algo pasaba.
—¡Albus! ¿Quiere hacerme el favor de calmar a estos chicos? Deles un castigo ejemplar, ¡sin falta!
Albus Dumbledore, uno de los magos más grandes de la época, suspiró ante el tono duro y frustrado de su subdirectora. Seguramente aquellos alborotadores le habían colmado la paciencia, así que haría algo al respecto.
Pero tratándose de él, no actuaría de forma muy convencional.
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—¿Los envió a casa? ¿Así de sencillo?
Minerva McGonagall miró al director con severidad. Estaban ambos en el Gran Comedor, esperando a sus colegas para la cena. Era la víspera de Navidad y coincidieron en una de esas raras ocasiones en que nadie aparte de ellos estaba allí. Así, la profesora de Transformaciones había preguntado por el castigo a sus más descarriados alumnos y se halló con que se habían marchado a casa para las fiestas.
—Mi estimada Minerva, no sé para qué los querríamos aquí. ¿Le gustaría despertar mañana y encontrarse con alguna broma en los obsequios o en la comida?
—No, creo que no —reconoció la mujer, haciendo una mueca.
—Precisamente. Pero no crea que fui tan benevolente…
McGonagall se permitió arquear una ceja con incredulidad.
—… Antes de enviarlos a casa, les escribí a sus familias. Quiero pensar que la autoridad paterna será más efectiva que la mía en estas fechas.
—En ciertos casos —razonó McGonagall, tomando asiento en un banco cercano —No es como si todos esos chicos tuvieran familias convencionales. Si lo sabré yo…
Dumbledore sonrió ligeramente y se sentó frente a ella, dándole la espalda a uno de los espléndidos árboles de Navidad que solían instalarse en el Gran Comedor.
—Este tipo de fiestas me provocan nostalgia —comenzó Dumbledore distraídamente, mirando a su alrededor —Me hacen pensar en lo que ha pasado y también imaginarme lo que nos falta por vivir.
—No es que nos falte mucho.
—Cierto. Ya amamos, ya odiamos, ya nos amaron y odiaron…
McGonagall asintió, sin saber a qué quería llegar el director con ese extraño discurso.
—Nos queda poco qué enseñar a los jóvenes. Aunque algunos parezcan no apreciarlo. ¿Va a ser muy dura con esos chicos cuando vuelvan, Minerva?
—Se lo merecen por lo que hicieron. No se preocupe, me moderaré lo suficiente para darles la oportunidad de suplicar.
—Con todo respeto, ¿cree sinceramente que suplicarán?
A McGonagall le tomó solamente dos segundos contestar.
—No todos ellos y no de forma evidente. Pero sí, suplicarán.
—Bien dicho.
Se quedaron en silencio un momento, antes que Dumbledore sacara a colación una anécdota sobre el fallido intento de montar una obra navideña en Hogwarts. A McGonagall le causaba gracia escuchar esa historia, no importaba cuántas veces la oyera, así que dejó que Dumbledore la narrara, aunque fuera por enésima vez.
A esa anécdota siguieron muchas otras, casi todas relacionadas con alumnos memorables ya fuera por su intelecto, por su simpatía ¿y por qué no? Algunos por su torpeza. Tendiendo ambos dos largas vidas con el camino cruzado, dos largas historias en las que todavía no se puede adivinar un epílogo certero, dos grandes magos hablaban de sus vivencias como si el tiempo las hubiese congelado en sus mentes.
Así, cuando el resto de los profesores llegó, los hallaron con una sonrisa y comentando el último desastre causado por los alborotadores en turno. Algunos docentes hicieron muecas al recordar dicho desastre, pero se abstuvieron de hacer comentarios.
Después de todo, era Nochebuena.
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—¿Tuve razón?
Albus Dumbledore recibió a Minerva McGonagall después de la cena del primer día de clases tras las vacaciones de Navidad. Quería conocer sus impresiones respecto al asunto de sus alborotadores en turno. Quizá hasta divertirse un rato con eso.
—Sí, por supuesto —a la subdirectora le costaba mucho reconocer que sus métodos de disciplina no eran tan eficaces como las estrafalarias medidas del director —Todos llegaron con caras largas, alegando que apenas pudieron salir de sus habitaciones en sus casas, ¡y en Navidad! Evidentemente, lo consideraron un crimen.
—Para chicos de doce años, eso era un crimen, Minerva.
—¡Esos muchachos tendrán doce años, pero ya se ve que serán una pesadilla!
—Yo, opino que tienen buenos sentimientos. Quizá maduren con el tiempo, pero mientras tanto, tendremos que estar preparados para cualquier cosa.
A McGonagall no le hizo gracia escuchar eso, pero era mejor asentir ante Dumbledore y retirarse antes que perdiera una discusión con él.
Aún cuando presentía que el anciano tenía toda la razón del mundo.
Sin embargo, la Navidad en el castillo fue tranquila sin esos pequeños granujas. Con todo y que, demostrando que Dumbledore tenía razón (otra vez), le enviaron una tarjeta festiva que decía más o menos así.


“Estimada profesora: Perdónenos por convertir en pompas de jabón todas las esferas de los árboles del Gran Comedor. No fue nuestra intención hacerlo, aunque debe admitir que no olvidará esta Navidad fácilmente. Pásela bien. Atentamente: James y Sirius.”

Definitivamente, esos chiquillos serían uno de sus mejores recuerdos navideños, a pesar de sus diabluras.
Y presentía que Dumbledore pensaba algo similar.

By Tere Bell.

Aquel 25 de diciembre




Nevaba. El frío se sentía por todos los rincones de su ser. Esme abrazaba su vientre intentando entrar en calor. Cayó sentada sobre la alfombra blanca todavía con los brazos entrelazados y se recostó contra un muro. Cada exhalada dejaba una espesa neblina que se elevaba hasta desaparecer.
Se sentía fatal.
Toqueteó su abdomen todavía algo convexo y soltó una lágrima. Escuchaba por la ciudad a los niños riendo con sus padres por la festividad; ella solo quería desaparecer.
Sentía que había perdido todo. Vio toda su vida y planes caerse abajo como un grupo de dominós. Todo resumido a escombros. No se podía imaginar sin su bebé, sin su niño entre sus brazos.
No soportaba la idea de nunca ver a la pequeña criatura, no poder darle mimos. Se sentía vacía, como si algo le faltase.
No podía respirar bien, tenía un nudo en la garganta y una presión en el pecho. Apretaba sus manos en puños mientras lloraba amargamente. Su cuerpo temblaba.
No supo en qué momento pasó. Solo saltó del despeñadero sin mirara atrás, pero no sintió nada. La vida no valía ahora para ella. Su último recuerdo fue un dolor intenso, ardiente recorriéndola.
Abrió los ojos lentamente. El frío ya no se sentía. Delante de ella estaba un hombre bien parecido de ojos dorados y piel pálida. Le recordó al doctor Cullen, aquel caballero que conoció en su adolescencia.
Mirando por las ventanas vio como la nieve continuaba cayendo. Le quemaba la garganta.
Entonces el perfecto hombre abrió la boca y con la más melodiosa voz de todas susurró:
-Feliz Navidad


Tras tantos años juntos todavía lo amaba con locura. Sentía que a su corazón latir –a pesar de que no lo hacía– al verlo. Él era su salvación desde aquel frío día.
Carlisle le tendió con elegancia una copa de champán a su esposa y tras un leve brindis se sentaron tranquilamente en el comedor y rememoraron viejos recuerdos...como el 25 de Diciembre de hacía muchos años...


By Nesa.